viernes, 20 de junio de 2008

Un artículo muy interesante...


Estuve recorriendo algunos sitios de temática librepensadora y encontré varios ensayos que me sorprendieron por la claridad de conceptos y por los temas a los que hacían referencia. En tal sentido, quiero transcribirles el artículo de Alfonso Fernández Tresguerres, en que esboza un estudio de los orígenes del cristianismo católico, a partir de Pablo de Tarso. Creo que se trata de un trabajo estupendamente realizado y que nos ayuda a comprender ciertas cuestiones que no siempre son explicadas cabalmente por los personeros religiosos.


De Jesús al cristianismo
Alfonso Fernández Tresguerres

El nacimiento de una religión

La muerte de Jesús vino a suponer la constatación de un fracaso para todos aquéllos (incluidos sus discípulos y acaso él mismo) que le veían como el Mesías largamente esperado por el pueblo judío: aquél que, dirigido por Yahvé, estaba llamado a liderar una revolución social y política que conduciría a la liberación de Israel y a la instauración del reino de la nueva Jerusalén y su dominio sobre las naciones de la tierra; reino, pues, de este mundo y de un pueblo concreto, que se alcanzaría tras la destrucción de los enemigos. Jesús es, así, asimilado al christós griego: el ungido, el libertador. Término que se asociará a su nombre: Jesucristo, es decir, Jesús es el Cristo. Pese a sus múltiples contradicciones, entre sí y cada uno consigo mismo, los tres evangelios sinópticos ponen de relieve (lo mismo, por supuesto, que los apócrifos) ese carácter mesiánico que tenía la figura de Jesús para sus seguidores. «Esperábamos que él fuera el liberador de Israel», leemos en Lucas que exclamó uno de los discípulos tras la crucifixión.
Pero Jesús ha muerto sin dar cumplimiento a su empresa mesiánica. Ese hecho obliga, de inmediato, a un «cambio de planes»: Jesús –se dirá– ha resucitado, triunfando sobre la muerte. Esta no es, pues, indicio de su fracaso, sino que, acudiendo a Isaías (40-55), será vista como prueba de que es el siervo del Dios que sufre y muere como víctima propiciatoria. Enviado como Mesías, no fue reconocido por su propio pueblo, que lo abandonó en manos de Roma. Pero volverá, tras el preceptivo arrepentimiento de los suyos, para dar cumplimiento a su labor mesiánica. Se trata de la parusía, de la segunda venida, con toda gloria y poder para reinstaurar el reino de Israel. Tal es la «nueva versión» que sobre su persona y el sentido de su vida y muerte diseña la primitiva Iglesia de Jerusalén, liderada por Santiago hasta el año 62, y centrada en el respeto a la circuncisión y la ley antigua, el culto en el Templo y la idea de un Jesús Mesías nacido de varón y mujer, esto es, de un Jesús, podríamos decir, Hijo del Hombre, en sentido estricto.

San Pablo y el nacimiento del cristianismo

Mas pronto comienza a dibujarse otra interpretación del asunto, que será la que finalmente se imponga y de la que propiamente nacerán el cristianismo (o, por mejor decir, el cristianismo católico), tal como hoy lo conocemos, y la Iglesia Católica, hasta acabar por convertirse en la poderosa institución que es. Pero el giro que da lugar a todo ello resulta tan ajeno al propio Jesús histórico, que con razón Bauer ha podido decir que el cristianismo como religión podría haberse establecido perfectamente sin la menor referencia a él.
El auténtico artífice de ese giro y de esa nueva interpretación no es otro que Pablo de Tarso, quien, influido, sin duda, por el pensamiento griego, presentará en sus Epístolas, escritas por los años cincuenta, una visión diametralmente opuesta de la figura del Nazareno y del sentido de su obra.
El que luego será conocido como san Pablo nació en Tarso (en la actual Turquía) hacia el año 10 y debió morir en Roma, en torno al 67. Pablo de Tarso fue, sin duda, el gran artífice del cristianismo, tal como acabó consolidándose posteriormente. Tras una labor apostólica, que le llevó por Asia Menor, Grecia y Roma, recoge en sus Epístolas el sentido de su predicación, en la que se combina el judaísmo de Jesús con el pensamiento griego, y con la que imprime un giro radical en la forma como hasta entonces era entendido el cristianismo, que desde él será visto como una doctrina de salvación universal: ¿Acaso Dios lo es solamente de los judíos? ¿No lo es también de los demás pueblos? Evidentemente que también de los demás pueblos, dado que hay un dolo Dios. Pues él rehabilitará a los circuncisos en virtud de la fe y a los no circuncisos también por la fe (Romanos, 3, 29-30) Se trata, según Pablo, de una salvación traída por Jesús, que es hijo de Dios, quien, como prueba de su generosidad: La derramó sobre nosotros por medio de su Hijo querido, el cual, con su sangre nos ha obtenido la liberación, el perdón de los pecados: muestra de su inagotable generosidad (Efesios, 1, 6-7). Consiste, por otro lado, en un cristianismo en el que legitima toda autoridad establecida: Sométase todo individuo a las autoridades constituidas, no existe autoridad sin que lo disponga Dios, y, por tanto, las actuales han sido establecidas por él. En consecuencia, el insumiso a la autoridad se opone a la disposición de Dios y los que se le oponen se ganarán su sentencia (Romanos, 13, 1-2).Y un cristianismo, además, en el que se postula una doctrina de amor universal, incluyendo al enemigo: Bendecid a los que os persiguen (Romanos, 12, 14). Podría asegurarse que sin la labor de Pablo el cristianismo hubiese perecido como una de tantas sectas judías mesiánicas, sin haber llegado a alcanzar jamás la relevancia que obtuvo con el paso de los siglos.
El primero de los cambios paulinos tiene que ver con la propia naturaleza de Jesús, que pasará a ser Hijo de Dios, poniendo así de manifiesto su naturaleza divina; un ser, por tanto, de carácter celestial y existente antes de su encarnación como individuo humano. Dicha encarnación forma parte del plan de Dios para la salvación de todos los hombres. De esta manera, el Jesús Mesías de Israel se transforma en el Salvador Divino de toda la humanidad. Así pues, su pasión, crucifixión y muerte no dependen directamente de las circunstancias históricas que determinaron su vida (y de las que Pablo parece desentenderse), sino que forman parte de ese plan divino, en tanto que expiación de los pecados de los hombres, y su liberación de las fuerzas demoníacas que los dominan (ellas, y no Roma, y ni siquiera sus aliados judíos, son las verdaderamente responsables de su muerte). Pero Cristo ha resucitado, y, paralelamente, el cristiano, identificado con él, puede resucitar a una vida nueva, convertido en un nuevo ser. De ahí que aunque Pablo continúe hablando de la segunda venida de Jesús, lo cierto es que da a entender que, en lo esencial, su obra mesiánica se halla ya cumplida y acabada, pues no es otra que esa resurrección del cristiano en él.
De este modo, frente a los judeocristianos de la primitiva Iglesia de Jerusalén, que entendían su labor mesiánica referida exclusivamente a Israel, Pablo abandona esa concepción, e incluso la idea de que Israel ocupe algún lugar de privilegio a los ojos de Dios, en tanto que pueblo elegido. Cristo no vino a liberar a Israel del dominio de Roma, sino a liberar a la humanidad de las fuerzas del mal. Y en la medida en que tal liberación puede considerarse ya consumada, carece de sentido hablar de un reino de Dios en la tierra: su reino será ahora de carácter espiritual y trascendente, con lo que, como muchas veces se ha dicho, Pablo transfiere el reino de Dios de este mundo al otro.
Este giro decisivo en la forma de entender la personalidad de Jesús y el significado de su obra, se complementa con otro, no menos radical, referido a la actitud ética y política que el cristiano debe adoptar, y que seguramente Pablo deduce de esa labor universalista del Mesías. En efecto, frente a la que era la posición de los discípulos (y seguramente también la del propio Maestro) e incluso de los primitivos judeocristianos, que entendían como licita una rebelión violenta contra Roma y un odio profundo a los romanos, de una forma seguramente no muy alejada de los zelotas (tal como puede verse en los evangelios apócrifos, e incluso en los sinópticos), en Pablo puede pensarse que se está ya vislumbrando esa ética de amor universal (y de amor, por supuesto, a lo enemigos), que culminará en el evangelio de Marcos; y ello es así en la medida en que Pablo rechaza cualquier tipo de tentación revolucionaria, al tiempo que pide someterse y acatar el poder político establecido; una resignación obediente y mansa a las circunstancias, por dolorosas que sean, en las que, como pueblo o individuo, nos encontremos, y una confianza en que el desagravio y el premio nos serán dados en el más allá, en la vida eterna. Por este camino, el Mesías revolucionario dejará paso al Cristo pacificador, y el Jesús histórico, condenado por ser visto por el Sanedrín como un mesianista violento (y acaso abandonado por sus seguidores por no parecerles suficientemente violento), se convertirá en el Jesús pacífico y amoroso, Hijo de Dios y Salvador de la humanidad. Al mismo tiempo, ese revisionismo que Pablo hace de Cristo y del cristianismo, permitirá que tal doctrina, en la que, en último término, se acata y legitima el poder de Roma, pueda comenzar a ser vista por sin mayores recelos por ésta, lo que, al cabo, posibilitará su expansión por el Imperio.
Como cabe suponer, la posición de Pablo chocó frontalmente con los miembros de la primitiva Iglesia de Jerusalén, quienes, como él mismo cuenta, rechazan su doctrina e intentan refutarla, al tiempo que decretan su expulsión. Así las cosas, si un importante acontecimiento no se hubiese producido, lo más probable es que, como tantas veces se ha señalado, la versión paulina del cristianismo hubiese acabado por desaparecer, en tanto que el cristianismo mismo, esto es, el movimiento nacido de la figura de Jesús, no hubiera sido otra cosa que una pequeña secta mesiánica más dentro del judaísmo. Pero no fue así. Ese acontecimiento decisivo que cambió el curso de la historia es la catástrofe del año 70, en que se produce el derrocamiento judío, la destrucción de Jerusalén y la desaparición de su Iglesia, poniendo así fin a la revuelta iniciada contra Roma el año 66. En ese momento, cuando los propios acontecimientos parecen echar por tierra las esperanzas de la primitiva Iglesia de Jerusalén, la figura de Pablo es rehabilitada y su doctrina comienza a imponerse hasta acabar conformando el núcleo esencial del cristianismo católico posterior, tal y como ha llegado hasta nosotros. Pero, al mismo tiempo, como antes señalábamos, dado lo «inofensivo» de la versión paulina de tal doctrina, éste pudo comenzar a introducirse, progresivamente, en el seno del Imperio romano.

La obra de los evangelistas

A todo ello contribuirán, de manera notable, los evangelios sinópticos, y también el de Juan (probablemente escritos todos ellos después del año 70), pero acaso muy especialmente el de Marcos.
Los sinópticos, como ya hemos apuntado, abundan en contradicciones, no ya entre sí, sino incluso internamente, en el conjunto de enseñanzas que en cada uno de ellos se exponen. Así, aunque en ellos se presenta ya a Jesús como Hijo de Dios, en sustitución del Hijo del Hombre, se deja entrever que fue crucificado por considerarlo culpable de sedición contra Roma (en Mateo pueden hallarse atisbos del carácter revolucionario de la primitiva comunidad cristiana, y lo mismo en Lucas), o permiten vislumbrar, como sucede en el evangelio de Marcos, que Jesús era visto por sus discípulos como el Mesías esperado por el pueblo judío, o que él mismo hablaba de su reino como de un hecho inminente, o, en fin, como sucede en el propio Marcos, se combina la posición de los primeros judeocristiano con la idea de Jesús como Hijo de Dios (ajena a la primitiva Iglesia de Jerusalén); y todo ello casa mal, sin duda, con el cristianismo paulino. Sin embargo, en otros muchos aspectos, se mueven en la dirección marcada por Pablo. Así, por ejemplo, tanto Mateo como Lucas parecen desligarse del mesianismo judío originario, y el último propone una visión intemporal del reino de Dios, y, por tanto, un aplazamiento sine die de la parusía, y, en cualquier caso, para Lucas la Iglesia diríase alcanzar una importancia y significado mayores que la idea de una segunda venida. Pero, como decimos, en esta consolidación del mensaje paulino cobra una especial importancia el evangelio de Marcos, y probablemente, en sí mismo, no ya por ser el primero de ellos.
Marcos terminará de perfilar la idea del Cristo pacífico y pacificador que, sin duda alguna, puede considerarse iniciada con Pablo, lo mismo que aquella ética de amor universal, incluyendo al enemigo, y la visión de Jesús como Salvador de toda la humanidad, desvinculándolo así del mesianismo judío (incluso se querrá hacer ver que los judíos, y no los romanos, son los auténticos responsables de su muerte, así como que los acontecimientos del año 70 habían sido anunciados por el propio Jesús). Por otra parte, para explicar el desconocimiento que tenían los propios discípulos de la verdadera personalidad del Maestro, del verdadero sentido de su obra y de su auténtica significación mesiánica, Marcos sostendrá que todo ello debía ser un secreto mantenido por Jesús a lo largo de su vida, y que sólo su resurrección vendría a desvelar (lo que como argumento ad hoc resulta verdaderamente notable).
Por otro lado, el evangelio de Mateo y el Lucas, pese a las contradicciones a las que hemos hecho referencia (algunas de las cuales han sido señaladas), vienen, en líneas generales, a sumarse al Jesús de Marcos. Y en lo que a Juan atañe, podría sostenerse que su evangelio, supone la definitiva consumación de esa nueva forma de ver a Jesús y entender el cristianismo, iniciadas por Pablo, incluida la idea del Cristo pacificador, que en su evangelio se encuentra plenamente consolidada. Por lo demás, Juan insistirá en el carácter divino de Jesús, con más firmeza, si cabe, de lo que se había hecho hasta entonces, y en el abandono rotundo de todo reino terrenal de origen mesiánico, que será definitivamente sustituido por la Iglesia.
Como señala Loysi, resumiendo de manera tan rotunda como magistral todo este proceso: «Esperaban el reino y vino la Iglesia». Mas tal fue, al parecer, por farragoso, confuso y contradictorio que resulte, el plan de Dios, quien dio pie a que se escribiera una ingente cantidad de evangelios falsos y permitió, además, que algún pobre mártir muriera defendiéndolos, porque los considerados canónicos no lo fueron hasta el 325, en Nicea, año también en el que Jesús fue declarado consustancial con el Padre. Alguien podría pensar que éste, tras decidir sacrificar a su Hijo, no escatimó esfuerzos para oscurecer y dificultar su labor.

La «infiltración» del cristianismo en Roma y su expansión posterior

La versión paulina de la persona y obra de Jesús había allanado sensiblemente el camino para que el cristianismo pudiese acabar siendo visto sin mayores recelos por Roma; y todavía más, sin duda, contribuye a ello el evangelio de Marcos (sin olvidar los otros sinópticos y, por supuesto, a Juan). De hecho, en Marcos parece ofrecerse una visión de un Jesús antijudío, y, como ya se ha dicho, se exonera a Roma de culpa en su crucifixión, haciéndola recaer sobre los dirigentes judíos. El cristianismo que de todos esos escritos resulta es una religión en la que se renuncia a toda pretensión revolucionaria, en la que se abandona cualquier empresa encaminada al establecimiento de un reino de este mundo y se acata expresamente la autoridad de Roma y del emperador (aunque especiales dificultades presentará el asunto de la adoración de éste). Una religión, en suma, de un marcado carácter conservador, desde el punto de vista político, y de legitimación del status quo, que razonablemente podía aspirar a «infiltrarse» en el Imperio, iniciando, desde ahí, su expansión posterior. Y así sucedió, en efecto, tras un largo proceso que se extiende desde el siglo II al siglo V.
A la consecución de tal objetivos colaboran un pléyade de autores, que forman parte del que tradicionalmente es considerado el primer gran periodo del pensamiento cristiano, es decir, la Patrística (el segundo momento es, como se sabe, la Escolástica), aunque, junto a los llamados padres de la Iglesia, en sentido estricto, se encuadran aquí también otras figuras intelectuales, como los padres apostólicos o los apologistas, ocupados todos ellos (la denominación del último grupo resulta especialmente significativa) en defender y consolidar (y, desde luego, acomodar a las exigencias de Roma) el mensaje evangélico.
El espíritu que anima a todos esos autores y a sus escritos es, desde la perspectiva de la que ahora estamos hablando, y prescindiendo de matices, común y muy similar: sumisión a la autoridad del emperador (incluso en los momentos de mayor intensidad de las persecuciones), ya que su poder es querido por Dios y proviene de su voluntad, y con ella la aceptación de las estructuras sociales y políticas de Roma, esforzándose incluso, como señala San Justino, en ser ciudadanos modélicos. Tal es la directriz fundamental por la que se aconseja regirse a los cristianos, y no sólo san Justino, sino también muchos otros autores y escritos.
En ese reconocimiento y aceptación del cristianismo (en su versión paulina, vale decir, católica) tuvieron, como es lógico, un papel decisivo tanto el Edicto de Milán (313) como la conversión de Constantino (323). Consecuencia de todo ello es que aquél queda legitimado como religión, con lo que tras la previa legitimación de Estado por la Iglesia, se produce ahora la legitimación de la Iglesia por el Estado. Mas el proceso no se detiene ahí, porque la Iglesia acabará por coaligarse con el poder político, esto es, con el poder temporal, hasta terminar, finalmente, por asumirlo ella misma. Como ha apuntado Dumham, en el periodo comprendido entre los siglos II y V, la Iglesia comenzará por ser un poder paralelo al Estado, para convertirse luego en un poder igual y, por último, en un poder superior (en Bizancio con el emperador a la cabeza, y en Roma con el papa).
En ese proceso, obviamente, tuvo mucho que ver el hundimiento del Imperio Romano a finales del siglo V. Es en ese momento cuando se inicia la plena consolidación de la Iglesia y de su poder, llegando su expansión y dominio a hacerse tan notables como lo habían sido los del propio Imperio, de quien la Iglesia tomará su estructura organizativa. En todo ello resulta decisiva y fundamental la figura y la obra de Agustín de Hipona, quien, además, mediante la adaptación de la filosofía platónica al cristianismo, creará el primer gran sistema filosófico-teológico de éste.
San Agustín nació en Tagaste (Numidia), el año 354 y murió en el 430 durante el asedio de los vándalos a Hipona, ciudad de la que era obispo. Es posiblemente el más importante de los Padres de la Iglesia. Sus doctrinas –el ejemplarismo, la teoría de la iluminación o el famoso creer para entender– ejercieron una gran influencia en el pensamiento cristiano medieval y también en años posteriores. Sin embargo, su importancia trasciende el ámbito puramente filosófico y teológico para insertarse plenamente en el político, de tal modo, que su labor resultó determinante en la consolidación del poder de la Iglesia. El llamado «agustinismo político» defendía, en efecto, la conveniencia de que el papa detentara un poder político real, asumiendo en su persona no sólo el poder espiritual, sino también el temporal. El papa Gelasio (492-96) se referirá a este mismo asunto de los dos poderes con la metáfora de las «dos espadas», proclamando la primacía de la espiritual sobre la temporal. Como dirá mucho más tarde Bonifacio VIII (1294-1303): «Toda criatura humana está sometida al pontífice por necesidad de salvación». Sin embargo, en ese mismo siglo XIV que Bonifacio vio nacer, el derecho del papa al poder temporal comenzará a ser fuertemente discutido y entrará en una profunda crisis.
El año 410, se produce el saqueo de Roma por Alarico, y el cristianismo vuelve a vivir un mal momento, porque algunos intelectuales romanos le atribuirán la decadencia del Imperio, que –se dirá– sólo puede recobrar su grandeza si vuelve a sus antiguos dioses. Contra tal acusación reacciona san Agustín escribiendo La ciudad de Dios, donde se defenderá el providencialismo, esto es, la idea de que Dios dirige la historia; por tanto, lo que sucede constituye el plan divino. En consecuencia, la decadencia de Roma ha sido querida por Dios, y la ha querido, no, evidentemente, por ser cristiana, sino por ser poco cristiana. Roma se ha acabado convirtiendo, como antiguamente Babilonia, en la Ciudad del Diablo o Ciudad terrena, fundada en el egoísmo, en el amor sui, frente a la que se encuentra la Ciudad de Dios, establecida sobre la caridad y el amor Dei. Según la filosofía de la historia (o, por mejor decir, teología de la historia) agustiniana, los acontecimientos históricos se explican como resultado de la lucha entre ambas ciudades, y lo mismo el sentido de la historia, a cuyo término hallaremos el triunfo de la ciudad divina, y también la división definitiva entre ambas ciudades. De ahí que resulte muy simple entender, sin más, la primera como el Estado y la segunda como la Iglesia, pero lo que sin duda es cierto es que san Agustín pretende fundamentar la primacía de la Iglesia sobre el Estado: éste jamás podrá alcanzar sus objetivos (entre ellos el bien común) más que bajo las directrices eclesiásticas; y esto, en último término, viene a significar que el papa ha de detentar no sólo el poder espiritual (que le corresponde en tanto que jefe de la Iglesia), sino también el poder temporal, es decir, el poder político real. Tal es el significado del agustinismo político (el papa como poseedor de los dos poderes), cuya implantación constituye, sin duda alguna, el gran objetivo perseguido por la Iglesia durante toda la Edad Media como modelo por el que orientar las relaciones Iglesia / Estado, convertido el papa en un auténtico rey de reyes de la Cristiandad; y aunque no escasearon los conflictos, puede afirmarse que en muchos momentos así fue, en gran medida, y sólo en el siglo XIV (un siglo de profunda crisis tanto social como política, económica o religiosa) comenzará a discutirse la legitimidad del papa para asumir dicho poder temporal (es famosa, a este respecto, la controversia que enfrenta a Juan XXII y a Luis de Baviera, por quien tomará parte el filósofo y franciscano Guillermo de Occam). Mas con todo, desde entonces acá, es innegable que, si no poseedor de un poder político efectivo y real, la influencia política del papa es enorme e innegable, como lo es el peso social, político y económico de la propia Iglesia. Pero ésta es ya otra historia.
El Edicto de Milán (313) y la propia conversión de Constantino (323) fueron acontecimientos decisivos en la consolidación del cristianismo como religión. La proclamación de la libertad religiosa –establecida pensado especialmente en los cristianos– fue seguida del reconocimiento de los derechos civiles de éstos, así como de la devolución de sus propiedades. A partir de ese momento, la Iglesia inició su andadura hasta convertirse en una de las instituciones más poderosas del planeta. Y si en muchos momentos durante la Edad Media detentó un poder político real, siguiendo el modelo agustiniano, lo cierto es que ni la posterior puesta en entredicho de la potestad papal para intervenir en asuntos temporales, ni las grandes fragmentaciones que supusieron el Cisma de Oriente (siglo XI) o la ruptura protestante (siglo XVI) rebajaron la influencia política del papa. Al mismo tiempo, es innegable el enorme poder económico de las finanzas vaticanas, centradas en el Instituto para las Obras Religiosas y en las múltiples inversiones del Vaticano. Aspecto éste, el económico, sobre el que las autoridades vaticanas guardan un profundo silencio y que ha suscitado numerosos escándalos y no pocas acusaciones de corrupción. Si a ello añadimos el peso indiscutible de la Iglesia en los más diversos ámbitos sociales, no hay duda que nos encontramos ante uno de los organismos más poderosos e influyentes en la actualidad y muy lejos de aquella pequeña comunidad mesiánica de la que nació.

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