domingo, 31 de agosto de 2008

EL ALMA Y SU SUPUESTA INMORTALIDAD


Una de las preguntas mas recurrentes realizadas al suscripto por quienes visitan este sitio y advierten la marcada orientación racionalista que impregna su construcción, es la referida a mi posición frente a la muerte y frente a la existencia de un alma inmortal, habida cuenta de mi explícita postura de no creencia en todo aquello cuya existencia no sea verificable a la luz del sentido común, de la razón o de la ciencia (admitiendo, en este caso, que a veces la ciencia no posee todas las explicaciones necesarias para todos los casos posibles).

Sobre ese punto, reconozco que podría ensayar una larga y tediosa explicación acerca de mi postura frente a la muerte y a la existencia o no de un "alma", pero como un saludable ejercicio de economía intelectual, tendiente a satisfacer dichos interrogantes (a veces, instalados como verdaderas "trampas lógicas"), quiero transcribir un artículo que encontré en la red acerca del particular y con el cual comparto muchas de las expresiones vertidas. He aquí:


No existe una aprensión tan intensa, una sensación tan enervante, una idea tan deprimente que sume en la impotencia, como la que invade nuestra psique cuando pensamos en el significado de la muerte como tránsito hacia la nada.

El terror a la muerte hace presa del animal sólo cuando éste presiente su proximidad, su posibilidad, o la inminencia de su final. En cambio el ser humano, puede representarse la idea de la muerte en cualquier momento.

Este experimentar la sensación de que un día todo va a terminar, que todo eso que uno es: recuerdos, ideas, gustos, voliciones, afectos, sentimientos, anhelos, proyectos, ilusiones, van a transformarse en la nada, es una visión terrible.

Si alguna persona pierde un miembro o queda tullida, la sensación que le invade es enervante al principio, pero luego, mediante el mecanismo adaptativo mental, se va superando con el tiempo el choque emocional y la víctima se resigna con la idea de estar, por lo menos, viva.

Pero cuando uno piensa en que aun eso que uno es como ser viviente, consciente, el yo íntimo, eso tan preciado, puede dejar de ser por toda la eternidad, le invade una angustia insoportable. Estos pensamientos son fugaces en el hombre normal; generalmente no se piensa en la muerte, porque no se desea pensar en ella.

El horror a la nada es la misma reafirmación del ser que quiere seguir existiendo, es decir, siendo para sí mismo, o tener conciencia de sí mismo. El querer seguir siendo para sí, esa repugnancia hacia el no ser, es la misma tensión psicoexterior que trata de equilibrarse para continuar siendo.

Existimos porque queremos seguir siendo y ese querer es la pugna por autosostenerse la trama consciente, como la pugna por autosostenerse que presenta un tejido orgánico, un organismo, una lombriz, por ejemplo, que presiente el peligro de destrucción de su organismo ante el contacto con un objeto extraño, o una presión. Mecanismo puramente físico, como el vegetal sensitivo que experimenta movimiento ante un contacto.

¿Y el psiquismo qué es? Otro mecanismo físico en que consistimos nosotros mismos, es decir como seres conscientes, ese estado que somos es energía producida por el tejido cerebral, energía que no entendemos porque somos eso mismo y no podemos captarnos como energía separada de la fuente de origen, que son los elementos subatómicos, por cuanto ese estado de autosostén psíquico que comúnmente se denomina instinto de conservación, en el hombre, trasladado a la etapa consciente, consiste en un factor de supervivencia de ese estado consciente.

Pero la horrible idea de la muerte que implica a la nada, atenta contra ese estado de equilibro psicoexterno y psicointerior, lo hace vacilar en virtud de su misma condición de consciente, lo entorpece, obstruye y hace peligrar su autosostenimiento en forma de angustia de desmoralización y enervamiento del optimismo existencial lindante con la tanatomanía que puede en algunas personalidades psíquicas superar en intensidad al instinto de conservación doblegándolo.

Una solución ideal para lograr la escapatoria a esta situación existencial de peligroso estrés la halló el hombre en su propio mecanismo mental, creador de fantasía. Y así como para protegerse del mal y explicar el mundo y la vida creó dioses, también para evadirse de la angustia existencial creó el alma inmortal mediante una disposición hacia ello filogenéticamente programada, como resultado residual de innumerables extinciones de psiquismos inviables que no presentaban esa propensión.

Su yo, su propio mundo psíquico en que cada uno de nosotros consiste y existe fue transformado de fenómeno físico imponderable y ni siquiera sospechable, en un ente simple, sin átomos ni forma energética alguna que lo haga ser.

La inmortalidad surgió como concepto, cuya esencia conceptual fue atribuida a entidades como los dioses y al propio estado consciente, al yo.

Lo más desconocido de todo: esto es la materia, precisamente por la carencia de un conocimiento de su esencia y propiedades totales, fue rechazada como productora de pensamiento.

El concepto de esencia exquisita sobre el psiquismo como el sentimiento, el amor, la solidaridad, la armonía, la moral, el misticismo, el sentido poético, musical y estético de la vida, no podían ser meros productos de la masa bruta que se presenta a los ojos como materia.

La misma ignorancia acerca de lo que es la materia y el mundo que encierra y sus posibilidades potenciales que hoy nos revela la ciencia nuclear, hace nacer un concepto concreto sobre algo que se desconoce en su esencia.

La desconocida materia cobra así un cariz de algo en bruto, algo sólido, inerte y en contraposición a este concepto, como un polo opuesto surge otro concepto: el alma, el espíritu, tan equivocado como el anterior concepto acerca de la materia, pero reconfortante.

El yo, es el sentirse vivo, el poseer conciencia de todo ese mundo en que uno consiste, la apetencia hacia la existencia. Las expectativas de nuevas vivencias, quedan separadas de la burda materia y la eternización de ese ente imaginado, introverso, ofrece seguridad y la repugnancia hacia la nada queda superada.

La eternización es otro fenómeno concomitante al nacimiento del concepto de espíritu y aflora como un triunfo de la muerte, pero de eficacia notoria para el subconsciente que cree veladamente en esa posibilidad, aunque el individuo se manifieste a veces como escéptico.

Esa fe que se apodera del devoto y la esperanza que puede permanecer velada en el subconsciente del escéptico, atempera en diversos grados el horror a la muerte, por lo menos en los momentos en que la vida nos obliga a pensar fugazmente en ella.

Quizás no cuando el final ya es inminente; allí el terror o la angustia sin límites pueden hacer presa del individuo, pero mientras no llega este trance final, la mente supera la angustia aunque sólo sea subconscientemente y la idea del alma inmortal, aunque aparezca como una simple sospecha o débil esperanza, permite al psiquismo continuar existiendo, lo equilibra y libera del peligro de la desazón mientras se está en la etapa útil para la perpetuación de la vida. Luego será otra cosa, en el trance de la muerte inminente, aunque la desesperación haga presa del individuo; ya no importa, porque en general esto ocurre tardíamente, cuando ya se ha reproducido y la especie humana prosigue su camino gracias a la creencia en el alma inmortal.

El hecho de que algunos como yo, no lo crean, no obsta para la continuidad del proceso hominal porque son los menos; o se trata de mutantes que no necesitan creer; o se trata de escépticos que se suicidan, pero son minorías.

Nace la pregunta: ¿Por qué entonces la humanidad entera no es el fruto de mutantes que no necesitaron creer? La respuesta viene de inmediato: porque en una sociedad de seres conscientes, expuestos a experiencias desagradables, frente a las inseguridades de un entorno tenebroso, sin ciencia es imposible que se pueda vivir sin aferrarse a creencias. Por ello el mundo de las creencias es más vasto entre las sociedades primitivas.

Sin embargo, podemos suponer de todos modos que en la antigüedad también existieron mutantes que no necesitaban creer en el alma inmortal, a pesar de haber sido ignorantes, pero esta creencia no es una condición sine qua non para sobrevivir y el que no cree en un espíritu eterno con seguridad se aferra a otras creencias como a una tabla de salvación. Creerá en la naturaleza a la que puede conceptuar como sabia, o en sus propias fuerzas físicas, o en poderes protectores insertos en el Cosmos, pero siempre, aunque sólo sea subconscientemente creerá en algo. Es decir que si nunca hubiese aparecido en el psiquismo humano la propensión a creer en la inmortalidad del alma, no hubiese prosperado ésta en total ausencia de creencia alguna.

De todos modos la disposición nació y se incorporó a la filogenia, porque sirve para ayudar a existir frente a la sensación deletérea de la nada existencial.


La reencarnación


Las mismas ansias de aferrarse a la existencia, ese autosostenerse el equilibrio psíquico mediante la ilusión del alma inmortal en mancomún con la necesidad de idear algún motivo para existir, concomitan, y de ambas motivaciones hace su eclosión la idea de la reencarnación.

El espíritu adquiere oportunidades, pues se presupone que el espíritu es un ente libre que posee oportunidades para elegir y que esa elección está posibilitada por una libertad absoluta, luego todo depende del uso que se haga de esa libertad.

De paso, subsiste una motivación existencial El ser existe (se manifiesta) para perfeccionarse. Se acepta que algo o alguien dispuso un camino escabroso lleno de obstáculos. El espíritu debe “caminar” por ese sendero, poner a prueba su libertad absoluta de elección entre el bien y el mal Una especie de entretenimiento pesaroso. Salida ideal de las tribulaciones, desgracias, impiedades de la vida que se toman como pruebas para el espíritu.

Ahora bien: ¿qué placer, o qué satisfacción puede experimentar el supuesto ente creador que dispuso así las cosas, según los creyentes?

En eso no se piensa. Hay como una proyección mental hacia una pantalla, hay antropocentrismo. Ahí, en ese ser imaginado creador, en su mismo sitial, está el hombre proyectado con sus propias motivaciones existenciales.

El hombre se solaza leyendo, oyendo o mirando (teatro, cinematógrafo, televisión) historias salpicadas de obstáculos para sus personajes; de lo contrario se carecería de emociones. El hombre traslada su necesidad de emociones a su deidad creadora y la transforma en un autor y espectador que urde una novela y vive su propia novela, la novela de la humanidad donde cada actor, cada habitante del planeta queda librado a su libertad absoluta para elegir, a fin de brindar emociones a su artífice.

Muchas veces he hablado de la plasticidad de la mente para crear escapes psíquicos a la realidad traicionera. Ésta es una fuga más de la fatalidad; esta vida es sólo una prueba. No cabe desfallecer, hay que continuar hacia delante y el psiquismo, de esta manera, se salva, se equilibra.

Mediante el juego existencial semejante a una carrera de obstáculos, el ser se elabora merecimientos, posee oportunidades de perfeccionarse no sólo durante su existencia, sino en varias en que es sometido a pruebas.

La muerte, en este caso, adquiere un significado de interrupción breve, casi ni interrupción siquiera, sino un cambio de oportunidades; la vida, el de una labor, la del perfeccionamiento por etapas, y el ser se transforma en un ente proyectado hacia el infinito por su esencia inmortal. Todo solucionado y explicado: la esencia de la vida, dificultades, sufrimientos, muerte, motivo existencial. Sanos y neuróticos pueden hallar en la reencarnación un mundo promisorio lleno de esperanzas donde se triunfa de las desgracias, sinsabores, del hastío y de la muerte mediante oportunidades siempre renovadas.

Esta idea entronca con el primitivo animismo de los espíritus errantes, pero se distancia de aquello por estar razonado, explayado con asombrosa amplitud en diversas escrituras antiguas y modernas de reciente factura. Incluso está siendo introducida en el Mundo Occidental, donde estas ideas suenan a extrañas por el natural psicoambiente que encierra a una nación o conjunto de naciones o bloques continentales que se mancomunan en una religión común, a veces por el lenguaje, origen, tradición y cultura, ignorando, menoscabando, despreciando o manteniéndose indiferentes frente a otros bloques, como si estos ni siquiera fuesen compuestos por seres humanos.

Es probable que la idea de la reencarnación haya sido sugerida por el delirio palingnóstico en que la persona cree conocer hechos, objetos o personas que nunca había visto antes.

Así como hay una tendencia innata a la aceptación de las leyes, hacia el respeto y acatamiento a la autoridad, aunque esta última esté equivocada, también hay una aceptación de un estado de cosas supuestamente establecido para que el individuo recorra un camino de superación de varias etapas o vidas, ocupando distintos cuerpos por turno.

La ausencia de sentido de la vida apenas sospechada por el consciente, pero a veces intuida, sobre todo cuando cunde la desazón, cuando todos los proyectos, obras e ilusiones se derrumban, es contrarrestado, superado por la ocupación en forjarse una existencia feliz por siempre jamás, ocupación cara para toda la humanidad, motor que sostiene el vano vivir que al final es como el que presentan las hormigas que se afanan por construir nidos, trabajar febrilmente; ¿progresar, para algún día quedar todas ahogadas por alguna inundación sin siquiera dejar en la región ejemplar alguno para comenzar de nuevo?

Así también aconteció y acontece con la humanidad. Pensemos al respecto en las civilizaciones antiguas; egipcios, caldeo-asirios, babilonios, mayas, aztecas, incas. ¡Cuántas ilusiones, cuántos afanes, confianza en el futuro, creencias, trabajo, tesón, perseverancia, fe, para construir colosales ciudades de piedra, monumentos, templos, arte! ¡Cuántas luchas y sacrificios vanos! Hoy son sólo recuerdos; muchos de sus proyectos han sido truncados. Pero mientras existieron esos pueblos, hubo algo que les sostenía el ánimo: la creencia, la fe en algo.

Si yo tengo fe en que después de mi muerte volveré a existir en otro cuerpo, esto me sostiene igual que sostenía a los incas la idea de que su mundo era el único y la ciudad de Cuzco “el ombligo del mundo”, sin imaginarse que algún día iban a ser reducidos a la nada como pueblo. Si lo hubieran sabido entonces su voluntad de progresar se hubiese enervado.

Si cada uno de nosotros conociéramos nuestro futuro, las desgracias que nos esperan, la manera de terminar nuestros días, la cercanía de la muerte, muy pocos proyectos elaboraríamos. Pero el que no cree en la reencarnación, cree en su alma inmortal, que seguirá siendo después de la muerte física y el que no cree en nada de esto, por lo menos cree en sus fuerzas físicas y mentales que no le abandonarán en sus empresas, de modo que es siempre la creencia lo que sostiene e inyecta ánimo al ser consciente de los peligros presentes y futuros.

Pero todo individuo apetece la carne, prefiere verse con forma material, no se resigna con ser sólo algo incorpóreo, etéreo, que no ocupa lugar definido alguno y que se halla al mismo tiempo en cualquier parte. El hombre prefiere verse en un espejo o en el agua reflejado, palparse, contemplar a los demás y en especial a sus seres queridos; prefiere poseer órganos del sentido, ver, oír, palpar, oler.

Por eso nace la idea de la reencarnación, el volver a introducirse lo incorpóreo en un organismo sensible y también por ese motivo nació el mito-esperanza de la resurrección de los muertos cuando los espíritus tomarán otra vez cuerpos, carne, huesos, porque, al fin y al cabo, cuesta dejar eso que se es como organismo para pasar a ser algo puramente incorpóreo, sin ojos, sin oídos, pues pareciera ser que en ese estado ya no se podría continuar siendo rodeado de oscuridad y silencio, porque la muerte y la salida del alma del cuerpo que necesitaba del cerebro para manifestarse, se asemeja inconscientemente a quedar ciego y sordo, situación desesperante, de ahí que se apetezca el cuerpo con todos sus sentidos y de ahí las creencias en la reencarnación y resurrección que son la misma cosa, pues ambas ambicionan la carne, el volver a ser lo que son, más allá de la muerte.


.

Ladislao Vadas (Publicado en "Tribuna de Periodistas")

.

No hay comentarios: